
Jeff Bezos se casó mientras yo tomaba el sol en una piscina magnífica rodeada de jazmín azul. No sé qué buscaba cuando vino a casarse a Europa. Tal vez la promesa de una belleza. Una piedra antigua, un mar que ha sido pintado por Canaletto, un eco que no ha vivido. Europa les prestó su memoria a él y su séquito. Pero solo es un préstamo fugaz. La boda de Bezos fue un espectáculo esperpéntico sin alma. Una celebración del exceso, una exaltación de la nada. No hubo espacio para la delicadeza, ni para el misterio, ni para lo que no se puede fotografiar. Las Kardashian, Leo di Caprio, Ophra Winfrey. Embutidos en corsés imposibles de los que se escapaban unas carnes ostentosas como si fueran admirables, epitomas de lo vulgar. La boda de Bezos ha convertido el vacío en un producto de consumo masivo. En esta época, un bolso es más elocuente que una conversación, y un selfie vale más que un gesto sincero. Y sin embargo, no puedo evitar pensar que cuanto más grande es el diamante, más grande es el miedo. Que esos relojes desmesurados, esas joyas que parecen armas, esas sonrisas esculpidas, no son otra cosa que escudos. Que hay algo profundamente inseguro en quien necesita tanto para celebrarse. Porque el dinero, cuando pierde el sentido de la medida, cuando ya no se filtra por la cultura, por la duda o por la melancolía, se convierte en una forma de violencia.